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Vicente Fatone
ENTRE EL CLAVO Y EL MARTILLO
por C. Juárez Melián
Alguna vez le dije a usted que el procedimiento seguro para no machucarse los dedos cuando se quiere clavar un clavo es tomar el martillo con las manos. Ésa es la manera de evitar que sus dedos queden entre el clavo y el martillo y reciban el golpe. Lo que hay que evitar precisamente es el entre. El peligro no está en el clavo ni en el martillo, sino en esa cosa que aparentemente no existe, y que es el entre.
Gracias a ese entre, usted puede introducir el clavo en la madera, a golpes de martillo. Si se suprime el entre, y apoya el martillo en la cabeza del clavo, es inútil: el clavo no entra en la madera. Usted necesita ese entre para poder dar el golpe. Pero si pone un dedo en el entre, también es inútil: el clavo no entra en la madera.
Algo parecido a esto han venido diciendo los grandes filósofos, desde la más remota antigüedad. El misterio del mundo está en esas cosas que, como el entre, parecen no existir. ¿Por qué gira la rueda de un carro? Gira por ese entre vacío que es el centro de la rueda. Si a la rueda no se le pone, al fabricarla, ese entre, la rueda no gira. Y lo curioso es que ese entre, que permite girar a la rueda, no gira: está inmóvil.
Una rueda es útil gracias a ese entre. ¿Y un balde? En el caso del balde todavía resulta más claro: el balde es balde y sirve para llevar agua, porque tiene un entre que es puro vacío. La otra parte del balde tiene menos importancia: puede ser de madera, de hojalata, de hierro. Pero el entre no; el entre tiene que estar hecho siempre de lo mismo. ¿De qué? ¡Y! ...De nada.
Los primeros que hablaron de estas cosas fueron los chinos, hace veinticinco siglos. Los chinos han sido siempre pensadores muy sutiles. Ellos vieron la importancia del entre, aunque le dieron un nombre raro: Tao. El tao es eso: el entre que separa el martillo del clavo y que convierte una chapa de hierro en un balde. En ese tao de los chinos tienen su origen algunas observaciones populares que pasan por chistes, como la explicación del sargento a quien se le preguntó cómo se fabricaban los cañones. "Se toma un agujero largo y se lo forra de acero", contestó el sargento. Se rieron de él, sí. Pero el sargento tenía razón: sin agujero largo no hay cañón que valga. Ese agujero largo es el entre, el tao necesario para tirar cañonazos.
Pero sin ir tan lejos y prescindiendo de los pensadores chinos, en Europa, no hace muchos años, hubo también un pensador que habló, aunque con menos sutileza, de la importancia del entre. Ese pensador (Nietzsche) quiso enseñarle a la gente cómo se filosofa con el martillo. Y escribió, hasta en verso, el elogio del entre que separa al clavo del martillo. Y así como los chinos, filosofando sobre el entre, llegaron al ideal del sabio bonachón e imperturbable, el filósofo alemán llegó al ideal del superhombre, también imperturbable, pero nada bonachón.
Para que la importancia del entre se viese aún con más claridad, otro filósofo - dinamarqués - habló de un entre especial: la rayita que se traza cuando se quiere hacer una suma. Trazada la rayita debajo de los números, usted procede a sumar. También aquí, aparentemente, lo único que tiene importancia son los números a sumar y el resultado de la suma. Es por eso que nadie se fija en la rayita. El filósofo que habló de la rayita dijo, de sí mismo, con falsa modestia: "yo soy como la rayita que se traza debajo de los números. Nadie se fija en ella. Pero..." Pero ¿qué?, preguntará usted. ¿Qué? Esto: Nadie se fija en la rayita, como nadie se fija en el entre que separa el clavo del martillo. Y por no fijarse en la rayita, por no trazarla a tiempo y dejar que los números sigan alargando la columna de la libreta, usted se agarra a fin de mes la cabeza, así como se agarra un dedo cuando quiere clavar un clavo y no se fija en el entre que va del martillo al clavo.
Lo ideal sería, para usted, que el almacenero, por ejemplo, nunca trazase esa inocente rayita que, sin ser en sí misma nada, realiza el milagro de convertir unos simples números en una suma a pagar.
[publicado en el diario El Mundo de Buenos Aires, el 23 de mayo de 1947;
edición de Ricardo R. Laudato]
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